La infancia de Timochenko


Por: César Augusto Romero Aroca

(Esta historia es una construcción a partir de los relatos de las personas que conocieron a Rodrigo Londoño Echeverry, Timochenko, en su infancia. Todas las fuentes decidieron no ser citadas de manera directa).

Julio Enrique devoró la costilla de cerdo frito, los patacones, la arepa y pasó todo con un vaso de kumis que su hija Isabel le había preparado. Parecía que no hubiera comido en días. Conversó un rato con ella antes de despedirse de los cinco nietos que correteaban por la casa y salió a su rutina diaria: tomar unas cervezas en la tienda luego del almuerzo.

Cerca de las tres de la tarde, Elisita llegaba con preocupación a tocar a la casa de Isabel. “A su papá le dio un derrame, ¡venga, venga!”, gritaba. El derrame lo mató esa misma noche.

La muerte de Julio, mi bisabuelo, sería una típica anécdota familiar si no fuera porque la tienda donde se tomó su última cerveza era la de Elisita y Arturo, padres de Rodrigo Londoño Echeverry alias ‘Timochenko’, máximo jefe de las Farc desde el 2011. Un hombre sobre el que recaen más de 100 órdenes de captura por delitos como secuestro, homicidio, narcotráfico, y de cuyas órdenes depende el accionar de más de nueve mil hombres y mujeres que, se estiman, engrosan hoy las filas de la guerrilla más antigua de América.

La Tebaida, el pueblo que olvida y recuerda a ‘Timochenko’

En el pueblo su nombre es una combinación de secretos, miedo y en algunos casos de fascinación. Las personas que nacieron allí a partir de los años cincuenta saben que el ahora guerrillero vivió su infancia en las calles de La Tebaida. Los datos son imprecisiones de unos y de otros, donde se arma el límite entre la realidad y la leyenda del personaje de barba densa y discursos poéticos. ¿Dónde aprendió a decir imperialismo? ¿Por qué su convicción de estar en el grupo armado hasta llegar a la cima? ¿Quién le nombró por primera vez el comunismo?

Su lugar de nacimiento es incierto. El dato que se conoce hasta hoy, basado en su cédula de ciudadanía, es que nació el 22 de enero de 1959 en Calarcá, Quindío. Tal vez sea cierto, pues los únicos dos hospitales que existían en el departamento eran la Policlínica de Armenia y la Misericordia de Calarcá. Además, su padre había nacido allí y trabajaba cuidando fincas en esa parte de la región cafetera antes de establecerse en La Tebaida, donde solo había un centro de salud: un cuarto donde doña Himelga tenía cuatro esparadrapos, un poco de merthiolate y alcohol. Pero el registro civil de Rodrigo, tras juramento de sus padres, anuncia que nació dos días antes, un 20 de enero del mismo año a las dos de la tarde en La Tebaida. Su papá tenía 47 años y su madre, de Filandia, quien había enviudado tras el asesinato de su primer esposo de apellido Londoño, tenía 35.

La Tebaida es un pueblo quindiano que obtuvo su municipalidad gracias al Coronel Gustavo Sierra Ochoa, amante de la música y quien fue gobernador militar de Caldas en la época de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla. Este mismo coronel fue el orientador ideológico de una fuerza antiguerrillera que combatió, con desmesura, a los bandoleros de las guerrillas liberales que nacieron en los Llanos Orientales a causa del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.

Allí, en La Tebaida, Rodrigo heredó el nombre de su abuelo paterno. Elisa, su madre, el de su abuela, Elisa Londoño. Cuentan que su abuelo paterno y su abuela materna eran hermanos, y que Arturo y Elisa eran primos.


Una infancia como un niño cualquiera

Rodrigo vivió su niñez entre la calle, la escuela, los cafetales y la famosa tienda de sus padres, en una cuadra de vía ancha y sin pavimento que se convertía en pantano en épocas de lluvia. La tienda quedaba en su casa, la 11-10 de la carrera séptima, donde hoy queda una pequeña floristería. La vivienda era de tejas de barro y muros de bahareque.

Adentro, tras las puertas de madera color verde, había dos mesas de madera con butacos a cada lado, y en el espacio que dividía el par de entradas a la casa, había una caneca de 55 galones llena de petróleo con una llave que Arturo instaló para venderlo por botellas, pues en esa época en casi todas las cocinas del pueblo se cocinaba con fogón de petróleo. La gente decía que todo en la tienda sabía a petróleo, desde los dulces hasta las arepas que hacía Elisita.

Pero esto no era lo único que se vendía en el lugar. Al entrar, lo primero que se veía era una repisa de madera con tejidos, hilos y lanas que Elisita tejía para vender. A la izquierda había un entrepaño de madera donde se colocaban las cervezas y el aguardiente amarillo, conocido como “caldo de pollo”, que Arturo vendía por tragos y con limón. Debajo se colocaban los granos y el azúcar. Incluso se conseguía carbón y miel. El resto de la oscura casa era la cocina y dos alcobas donde dormían sus padres y él con sus dos hermanos: Henry, el menor, y Jair, el mayor, hijo del primer matrimonio de Elisita. El patio era un espacio casi tan grande como la casa, con un árbol adornado por una mata de uvas y un árbol de badeas.

Elisita era, según dicen, una mujer de baja estatura muy cariñosa. Por su sobrepeso, caminaba lento, bamboleándose hacia los lados. Usaba tenis de tela y vestidos enteros de botones estampados de flores que cubría bajo el delantal blanco con el que atendía a los clientes.

Arturo, el papá, era todo lo contrario a Elisita. Su estatura era mediana y su piel pálida. Tenía una frondosa barba que caracteriza a los varones Londoño. Lo recuerdan como un “hombre jodido”, gruñón y malgeniado que no iba a misa. Cuando alguien le reclamaba algo pegaba el grito en el aire. Por decisión suya, la tienda se abría desde las seis de la mañana para competir con la tienda de Don Pablo, en la esquina de la cuadra. Lo primero que hacía Arturo era beber un vaso de aguardiente amarillo para empezar el día. Luego le subía el volumen a su radio Philips de tubos cuando ponía Radio Habana Cuba. Los discursos de Fidel, que duraban varias horas, se escuchaban en toda la cuadra. Si alguien le decía algo, recibía un insulto. En la noche, sintonizaba la emisora cubana para escuchar ‘Voces de la Revolución’ hasta las 9.30 p.m., cuando cerraba la tienda. Como casi toda su familia, Arturo era comunista, un “camarada” a morir y uno de los promotores del partido comunista en La Tebaida.

Así creció Rodrigo, “un niño con cara divina”, al decir de las mujeres que lo recuerdan. A pesar de la imagen que le mostraba el cascarrabias de su padre, era muy decente. Era pálido como su papá, aseado, con el pelo corto y en ocasiones con copete, como estaba de moda en los años sesenta. Usaba los zapatos de caucho que sus padres compraban donde Darío Aristizábal, un comerciante del pueblo que también vendía periódicos. Las zapatillas se lustraban con manteca y quedaban tan brillantes que brillaban a varios metros de distancia.

La escuela Antonio Nariño, que contaba con 250 alumnos el año en que Rodrigo nació, fue su primer contacto con el conocimiento. En la época donde el aprendizaje era forzado con un reglazo en las manos, Rodrigo aprendió a ser buen estudiante y llevaba sus cuadernos en un bolsito de lana que le hizo Elisita y que contrastaba con su ropa impecable, entre otras cosas, por su distancia con los deportes de contacto. Lo del niño era el trompo o ‘moneda’, que consistía en introducir algunas de dos centavos en los huecos que marcaban con las tapas de gaseosa que vendían donde Arturo. A veces salía a jugar con caucheras a los cafetales de la Hacienda de los Arango, que rodeaban todo el pueblo, asentado de a poco luego de la llegada de migrantes en tiempos de cosecha cafetera y perseguidos liberales durante la confrontación bipartidista. Rodrigo también jugaba a matar mirlas con piedras y caucheras entre las matas de café con los niños Restrepo, que vivían a dos cuadras de su casa.

Los días en que la diversión no era matar pajaritos, Rodrigo y sus amigos iban a la quebrada La Jaramilla, en el charco La Sapera a las afueras del pueblo. De 12 a 2 de la tarde, cuando en la escuela daban el receso para ir a las casas a almorzar, los niños corrían al sonar de las campanas a la quebrada para jugar a los guerrilleros y policías con fusiles de madera, o disfrutar desnudos de un baño para no mojar su uniforme y poder regresar con sus camisas llenas de guamas, mandarinas y zapotes.

Cuando no podían ir entre semana a la quebrada, esperaban con ansias el sábado. Ese día  aprovechaban el tiempo para coger corronchos en el agua, que empacaban en un costal para luego fritarlos. Pero el mejor día para volver era un miércoles, cuando espiaban a las mujeres de la zona de tolerancia, quienes llegaban a bañarse y lavar la ropa en vestimentas diminutas para la época. Estas mujeres eran las trabajadoras de los bares Águila Roja, El Machito, La Gallera, La Trampa o El Jotalí, situados en las “calles del pecado”, como algunos llamaban a la zona de tolerancia; la calle séptima entre carrera ocho y diez estaba llena de cantinas y prostíbulos a donde iban los hombres a beber, ver las mujeres bailar y acostarse con la que su dinero alcanzara, todo a sólo una cuadra de la tienda de los padres de Rodrigo. Allí mismo, luego de varios tragos, no era raro que los hombres se enfrentasen con machetes. Las riñas dejaban un muerto por semana. El cuerpo del difunto se subía al camión de la basura del municipio que conducía Don Joaquín y luego era llevado a algún lugar para arrojarlo.

Treinta años de vida guerrillera hicieron de Rodrigo un conocedor de la geografía colombiana, pero desde niño ya recorría el país jugando canicas, pues el juego que lo desvelaba era ‘La vuelta a Colombia’. En los sesenta, debido al éxito de los ciclistas colombianos como ‘Cochise’ Rodríguez, los niños se reunían y dibujaban el mapa de Colombia con un palo en la tierra de la calle. A Rodrigo le quedaba muy bien hecho. Luego elaboraban ‘mecas’, como le decían a los agujeros en la tierra, y empezaba la diversión. Cada ‘meca’ estaba situada en alguna ciudad del territorio colombiano; podían arrancar de la ciudad que quisiesen y por cada vez que la canica caía en el agujero, se avanzaba a la siguiente ciudad. Si otro le pegaba a la bola, tendría que comenzar de nuevo la vuelta. El juego duraba varias horas y así aprendieron los departamentos, los municipios, las fronteras; sabían de Leticia, de Riohacha. Quién ganaba, se llevaba las caninas del otro.

Cuando no eran canicas, Rodrigo se paseaba por algunas casas. Pasaba mucho tiempo donde Don Julio Londoño, un familiar suyo. Allí jugaba con Oscar, uno de sus primos con el que lo confundían con frecuencia por su gran parecido, a tal punto que Elisita a veces pegaba carrera con su fuete donde Oscar quien, asustado, también salía a correr. En ocasiones, el niño Rodrigo, de pantalones cortos, iba a la casa de Ricardo Restrepo, a cuadra y media de la tienda. Allí vivía encantado por la arepa con mantequilla y los frijoles que le ofrecían. Esa era su guarida cuando su papá le pegaba por la más insignificante embarrada. Pero hasta allá llegaba su madre, quien le pedía llorando a Rodrigo que regresara a la casa. Enrique, uno de los niños Restrepo, encaramaba a Rodrigo en su espalda y le ayudaba a Elisita a llevarlo de nuevo a la tienda.

La calle y la palabra comunismo

Era común ver a Rodrigo con un periódico y varios papeles bajo el brazo. Leía las revistas EnfoquePrisma, y varios libros de la Unión Soviética, traídos por el Partido Comunista. En La Tebaida, la colección se paseaba entre la familia Londoño, pues el Granma cubano y el naciente periódico La Voz Proletaria, que circulaba en un principio de manera clandestina, eran repartidos por Miguel ‘El Ardito’ Londoño, un tío ebanista de Rodrigo que amaba el teatro. En la carrera nueve con calle once, Miguel entregaba estos periódicos a sus familiares y a los simpatizantes del socialismo. Hoy, la biblioteca municipal se llama Miguel Londoño, en homenaje al ebanista a quien llamaban ‘El Comandante’.

Arturo, comunista acérrimo y casi por herencia, siempre tenía los dos periódicos en su casa. Las primeras lecturas de Rodrigo eran párrafos sobre el comunismo cubano, la revolución y la crisis de Bahía Cochinos. Sus pensamientos se dedicaban al socialismo, el ‘Che’ Guevara, Lenin, es posible que se enterara de Semión Timochenko, militar del Ejército Rojo soviético del cual, años después, adoptaría su apellido. Cuando el comunismo no entraba por los ojos de Rodrigo, lo hacía por sus oídos. Escuchaban al píe de la letra las consignas de la ideología de Arturo y remataban sintonizando en el famoso radio de tubos Radio Habana Cuba. –Apá, ¿si escucha apá? –decía Rodrigo cuando Fidel Castro terminaba sus frases en los discursos que la emisora trasmitía.

En las calles del pueblo estaban la prendería del Señor Valeriano, la revueltería de Don Pablo, Don Gilberto González con sus buñuelos, el almacén de calzado El Becerro, de Aldemar Bedoya, y su competencia, Calzado Super, que antes era Taller de remendón de Don Basilio Ramírez y Alicia Girón, los eternos vecinos de la familia Londoño Echeverry. Las relaciones de Elisita y Arturo con Don Basilio y Alicia eran buenas; estos compraban café, maíz y azúcar donde Arturo, y de vez en cuando las prendas de lana que Elisita tejía. Además, los hijos Ramírez y Londoño jugaban juntos.

Aunque era una calle tranquila, no faltaban las discusiones entre niños que terminaban en pedreas o peleas a puñetazos. Arturo era temido en el pueblo, lo veían como un gruñón, más bien “jodido”. No era sólo fama. –Apá, deje de estar molestando porque de pronto hay uno que le dé machete  –le decía Rodrigo a su padre. – ¿Es que usted cree que soy mocho? –respondía Arturo.

Una tarde, Rodrigo jugaba a la pelota con José y Aleida, hijos de Alicia, y los de Gilberto González, cuando de repente Arturo agarró la pelota y entró en la tienda. Rodrigo, sin saber, se fue para su casa a ver qué sucedía. Arturo pinchó la pelota. Don Basilio salió deprisa a reclamarle por el acto y este lo devolvió con violencia: –Le daño la cabeza a usted también. –Ah dele, hágase respetar –dijo Alicia, y aunque Basilio tenía una mano fracturada hizo caso a las palabras de su esposa y sacó un machete para enfrentarse a la rudeza de su contrincante quien, sin pensarlo, tomó una varilla de la calle y de un golpe le tumbó el machete. Basilio, con torpeza, decidió agacharse a recoger su machete y en un segundo Arturo lanzó otro golpe. Con lo que no contaba era que Alicia, con ocho meses de embarazo, se interpuso y recibió aquel golpe que la dejaría recostada en el suelo.

La escena fue tan desgarradora que las personas que presenciaron la cruel pelea entraron a Arturo a punta de macana. La relación entre vecinos se había roto por completo. Hasta los niños se dejarían de hablar cuando una semana después del problema entre familias, tras discutir por una canica Rodrigo arrojó una piedra a José y este dejó de jugar con él. Basilio moriría muchos años después y Alicia, luego de 20 años de enemistad, sería la fiel vecina que acompañó a Arturo en sus últimos días de vida y en la pena moral en la que cayó tras la partida de Rodrigo, cuyo futuro era incierto. “Se me lo llevaron a donde estuvo el ‘Che’, para Cuba” Esas eran las palabras que utilizaba Arturo cuando le hacían la pregunta incómoda de dónde estaba el niño Rodrigo.

La sangre que corría de padre a hijo

Arturo seguía las ideas de Lenin como religión, era ateo, leninista al máximo y eso lo inculcó en sus hijos, cuentan los que lo conocieron. Aunque era considerado un mala clase, intransigente y repelente, no quedaba duda que el amor por sus hijos no era una farsa aunque le dijera con frecuencia a Rodrigo que era bobo y “atembado”. A su modo, un poco violento, quería a los de su sangre. Algunos dicen que el amor por Henry, su hijo menor, era mayor que el ofrecido a Rodrigo; pues lo ponía a trabajar menos y las pelas eran escasas.

Por eso la sangre de Rodrigo no podía haber sido otra que la roja brillante y revolucionaria. Su padre militó en La Uno, un grupo perteneciente al PCC (Partido Comunista Colombiano) y en ocasiones era quien se subía en una mesa de madera falseando una tarima para dar sus discursos en la plaza. Imperialistas, proletariado, clase obrera, eran palabras que Rodrigo escuchaba de su padre cuando lo acompañaba a sus consignas. Sin duda, fue la mayor herencia que recibió en vida. Ser de la familia Londoño era gustar de la política, las discusiones y la izquierda. De hecho, Pedro Londoño, tío de Rodrigo, fue el primer presidente del concejo municipal del pueblo.

Arturo tenía un tocadiscos marca York para sus long play. En estos también tenía los discursos de Jorge Eliecer Gaitán y los del ‘Che Guevara’ que colocaba a la hora que le diera la gana. Así era Arturo, un padre rudo con sus hijos, con una leyenda sobre su espalda que contaba que años atrás había matado a un hijo de un martillazo en la cabeza mientras arreglaban el techo de su casa, y aunque no se conoce la veracidad de la historia, muchas personas la recuerdan.


La partida del futuro guerrillero

Nadie sabe con precisión cómo y por qué Rodrigo se fue del pueblo. Algunos dicen que alcanzó a estudiar en el Instituto Tebaida uno que otro grado de bachillerato, en el colegio que había sido creado en el 58 por la asamblea departamental de Caldas y que tuvo su primera promoción en el año 67, cuando Rodrigo tenía ocho años. Aquel recinto educativo tan nuevo era cuna de estudiantes interesados por los fenómenos socioeconómicos y los problemas sociales del país; leían sobre la revolución francesa, hablaban de Lope de Vega, tenían centros literarios y discutían por los escritos marxistas y las guerrillas nacientes. Allí, a los estudiantes les tocaba hacer zanjas, levantar ladrillos y ayudar a terminar de construir la edificación donde se consolidaron las juventudes comunistas al inicio de los 70, cuando según dicen, Rodrigo apenas entraba al colegio.

Unos cuentan que estaba en primero de bachillerato, y que siendo un niño bueno en matemáticas, con buen vocabulario, visto como un “superdotado” y buen orador, le gustaba pararse en un banco a echar discursos delante de sus 43 compañeros. Que sus travesuras eran cerrarle la puerta al profesor para ponerse a hablar sobre política durante tres horas o llenarle los bolsillos de arena al saco viejo de un compañero de apellido Gallón, y que gracias a él sus compañeros aprendieron a decir “gringos hijueputas”.

Sobre su partida hay tres versiones. La primera narra que el aprecio de sus amigos se puso a prueba un día que Rodrigo, al estar cansado de los problemas con su padre, decidió que se iba para el monte. Lo conversó con varios compañeros del salón y juntos hicieron empanadas y papas chorreadas que vendieron en dos sábados por las calles del pueblo recolectando 450 pesos. Otros le regalaron camisas y pantalones. Con 13 años, Rodrigo se fue sin avisarle a su familia ayudado por su tío Miguel. Todo lo empacó en una caja de cartón de manteca La Blanca, y con pantalón azul y camisa blancuzca abordó un viejo Ford con capota en la plaza y se fue para Armenia con Alfonso Tobón ‘Berrinche’, quien se ganó su apodo por oler a orina y también quería unirse a la guerrilla. En Armenia abordaron un bus que los llevó a Bogotá, donde se dice que los esperó ‘El Viejo’ Jacobo Arenas, uno de los fundadores de las FARC.

Pero los otros relatos llevan sus últimos días en tierras quindianas al pueblo de Quimbaya. Allí, según otra versión, estaba haciendo cuarto de bachillerato en el Instituto Quimbaya. Era el año 1974 y Rodrigo, de 16 años, mostraba su espíritu rebelde en el consejo estudiantil. Vivía en una vereda llamada Palermo, a cinco minutos del pueblo, a donde llegaban en la bodega de un bus de la empresa Rápido Quindío pagando 50 centavos. Un día en el colegio buscó a una prima que cursaba dos años menos que él y que quería mucho. –Yo me voy para muy lejos, no van a volver a saber de mí –le dijo y mientras la abrazaba le pidió que se cuidara.

Otros sitúan la partida de Rodrigo en el mismo Quimbaya, pero con unos años más. Con su primo Óscar, Rodrigo fue a parar a la finca La Esmeralda, de César Londoño, situada en la vereda La Mesa. Allí iban colgados en Jeep y trabajaban recolectando café. En el lugar jugaban billar mientras se tomaban una taza de chicha o unas cucas con leche, pues no vendían gaseosa Tamarindo Lux, que según el relato, era la preferida de Rodrigo. La finca no tenía baño, el lugar para hacer las necesidades era un hoyo profundo en la tierra que se destapaba cada vez que alguien lo iba a utilizar y cuando se llenaba, se le echaba tierra y se hacía otro para reemplazar al existente. Dicen que a su corta edad se había leído El CapitalCiento cincuenta preguntas a un guerrillero, de Alberto Bayo y muchos escritos de Lenin, Tolstói y Trotski. El comunismo era su ideal, su religión; la imagen del ‘Che’ era el adorno principal de su cuarto y nada le daba más rabia que alguien arrancara una hoja de sus revistas de la Unión Soviética sólo para limpiarse al defecar. En una temporada de cosecha, cuando utilizaban bolsas de abono como delantal, con jean remangado y botas de caucho, Rodrigo y Óscar bajaron a Quimbaya como solían hacerlo los domingos. Dicen que el futuro guerrillero tenía 16 años y en el pueblo fueron a comprar una docena de cigarrillos que se repartían entre los dos, se tomaron una gaseosa y luego fueron al parque principal. –Ya vengo  –dijo Rodrigo. Nunca volvió.

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