El Manizales Truman Show - Nicolás Morales Thomas


Artículo ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la Categoría Educación.

“La farsa de las publicaciones universitarias” de Pablo Arango ha dado para todo tipo de reacciones. Más allá de las pataletas de rechazo y los guiños de aprobación, esta respuesta de un colega editor ofrece una justa y sesuda contraparte.

Tomado: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1451&pag=2&size=n

La marea ha bajado, es cierto. Pero la polémica desatada por un joven editor universitario en las páginas de esta revista dejó tantas heridas como caos a su alrededor. Era predecible.

Aunque algunos lectores comentaron que el artículo era un ajuste de cuentas con su propia casa editorial, los dardos lanzados alcanzaron dianas de la vecindad y probablemente afectaron a gente inocente. Me temo que ése es mi caso.

En los días posteriores a su publicación oí toda suerte de comentarios. Provenían de directivas universitarias, estudiantes de posgrados, articulistas de revistas culturales y, por supuesto, de decenas de profesores e investigadores de algunos centros universitarios. Incluso me llegaron opiniones de personas que viven fuera de la órbita del mundo académico: artistas, diseñadores, correctores de estilo, etc. En mi caso, algunos contradictores de mis constantes réplicas que, desde Arcadia, realizo a la edición comercial, exclamaron: “Ustedes, los editores universitarios, también fueron desenmascarados”.

Se generó una discusión intensa. Recuerdo algunos lanzamientos de libros donde el asunto acaparó el coctel. ¡Qué esquizofrenia, no importaba nada más! La política, los libros, el sexo, la reelección y todos esos suculentos temas que aparecen en los bautizos editoriales fueron aplacados para comentar en exclusiva el artículo de este ex editor de la Universidad de Caldas. Conocimos interesantes y agudas réplicas de los lectores, algunas publicadas por esta revista en los números siguientes. La pasión y contundencia de algunas de ellas solo presagiaron que, aunque no había unanimidad, el debate tocó fibras muy íntimas y produjo desgarramientos. También se hicieron sentir algunos editores furiosos por la falta de profundidad de Arango, autores rechazados por comités editoriales que disfrutaban del momento y distribuidores de libros preocupados por la credibilidad del sector. Todos participaron en menor o mayor grado del carnaval.

Y en medio de todo esto, los editores universitarios, más bien silenciosos y con resaca, nos retiramos a nuestras habitaciones con la esperanza de que el debate poco a poco se olvidara. Creíamos que se trataba de una cuestión que concernía en mayor medida a las universidades públicas y que estábamos parcialmente de acuerdo con la idea de que hay que detener esta carrera absurda por obtener salario a costa de cientos de páginas mediocres y fofas en los libros universitarios. Tal vez comentamos que el deber de nuestras editoriales era asegurarse, en el momento indicado, su propio balance. Y que al final cada uno responda por su territorio.

El tiempo pasó pero, como dice la canción de Tom Waits, no borró las heridas del formol. Y permítanme confesarlo: muchos nos quedamos con la espina de que no se había dicho todo en el debate y de que, sobre todo, los enemigos de la edición universitaria estaban muy contentos con el paisaje dejado por este joven bulldozer del Eje Cafetero. De algún modo el paisaje no era el mismo, y no podría serlo.

Durante la última Feria Internacional del Libro en Bogotá, posterior al litigio, una inquietud asaltó mi espíritu. ¿Por qué Arango había incluido una entradilla tan severa al comienzo del artículo? Recuerdo a los lectores dicha entradilla, redactada para motivar la lectura: “Un montón de papeles arrumados, mal escritos, que no aportan nada nuevo y que nadie lee es la síntesis de la producción académica colombiana”. Fuerte conclusión. Por supuesto, para los editores universitarios una suerte de puñal con curare. La frase, como lo anotaron algunos lectores, lucía desproporcionada a la luz del artículo. Si el objetivo era cruzar los meandros fangosos de los decretos que estimulan la publicación en las universidades públicas, ¿por qué Arango decidió arrasar con todo? ¿Qué necesidad tenía de tumbar el andamiaje de la edición universitaria para referirse al sistema de clasificación docente? El autor sostiene de manera general que la gente mira con “mucha suspicacia” cualquier impreso universitario. Y yo digo: ¿a qué se refiere Arango con cualquier impreso universitario? Y, en últimas, ¿es cierto que toda la edición universitaria es basura?

Reviso mis compras de la pasada Feria del Libro y aplico las máximas de Arango. Siguiendo su lógica perversa, el último libro de Ángela Uribe, Perfiles del mal en la historia de Colombia, editado por la Universidad Nacional, sería de desconfiar. La tercera edición del libro La modernización en Colombia. Los años de Laureano Gómez, del historiador norteamericano James Handerson, editado por la Universidad de Antioquia y que apenas compré este año, es a todas luces un trabajo que nadie lee. Asimismo, la recopilación (que siempre quise hacer) de los trabajos del profesor Hermes Tovar, Los fantasmas de la memoria, editado por la Universidad de los Andes, no aporta nada nuevo. El bellísimo libro El teatro en el Nuevo Reino de Granada de Carlos José Reyes, editado por EAFIT, son unos puros papeles inservibles. Y, por último, en este catálogo del desperdicio dictado por el profesor caldense, el trabajo de Carolina Amaya y Leonardo Parra, Vaupés, el corazón del mundo, editado por la Universidad del Rosario, está mal escrito. Estas fueron cinco novedades que nutrieron mi paquete de compras feriales y que acompañaron a un par de novelas, a un libro de cómic y a las recetas vegetarianas para wok destinadas a mi abuelita la chef. Siguiendo la doctrina de Arango, estos libros universitarios le harían un bien a la humanidad agonizando en mi shut de basura.

Entonces, un joven filósofo impetuoso un día se cansa de ver su jardín sucio y lanza una diatriba contra todos los jardines de la cuadra. Un joven de Manizales acusa de nauseabunda y pobre a la edición universitaria y en un artículo cuestiona una serie de decretos que la rigen. Un joven editor encuentra que algunos oportunistas están haciendo negocios con la edición universitaria y piensa que todos los que trabajamos en ella somos contrabandistas. Curiosas lecciones de un joven sofista.

Defender el territorio. ¿Por qué no? Después de todo es un sector que conocemos y al cual un grupo de editores le apuesta diariamente. Y aboguemos por él a través de la producción de libros universitarios de historia durante los últimos años, para sacar algunas conclusiones. Me gusta la historia, y la elección es arbitraria: hubiera podido rastrear libros de economía, filosofía, arquitectura, de geografía o los muy populares estudios culturales.

Seis ideas para ventilar el asunto

UNO La edición universitaria (como cualquier sector editorial) es también una historia de sellos editoriales.Que la editorial de la Universidad de Caldas esté en decadencia no puede obligarlo a usted, querido lector, a extender este drástico diagnóstico a las otras universidades. Porque como en cualquier campo de la edición, hablamos de casas editoriales y de experiencias particulares. Algo va de la Universidad de Antioquia y su poderoso fondo editorial al recién creado fondo de la Universidad del Tolima. Son dos editoriales con dinámicas distintas, particulares y con historias disímiles. En Antioquia ha habido tradición de editores, colecciones de prestigio y, lo más importante, ha habido una larga reflexión sobre el ejercicio editorial. La gran historiadora paisa María Teresa Uribe de Hincapié no publicaría en cualquier editorial universitaria; lo hace con la Universidad de Antioquia puesto que sabe que hay un sello que respalda la edición y le apuesta a ese valor seguro. Ella sabe que es una de las grandes académicas colombianas y que por ello no puede exponer su prestigio en editoriales de fonda paisa. Valores ascendentes como los historiadores Mauricio Nieto o Adriana Alzate no acuden a cualquier taller litográfico. El primero, premio Alejandro Ángel Escobar en Ciencias Sociales hace unos años, sabe que debe publicar su último trabajo con la Universidad de los Andes para darle un cierto respaldo; la segunda publica un estupendo trabajo doctoral sobre la sanidad a finales del siglo XVIII en una coedición entre la Universidad del Rosario y el ICANH.

Las universidades también tienen momentos y énfasis de acuerdo con sus modelos de gestión. Nadie duda hoy que tres universidades crearon recientemente catálogos de una solidez que cualquier universidad latinoamericana envidiaría: la Universidad del Norte, EAFIT y la Universidad del Rosario. Esto obedece a que un grupo de editores de primera calidad está detrás del asunto. María del Pilar Yepes, Héctor Abad Facioline, Ana María Cano y Juan Felipe Córdoba estuvieron o están ahí dándole un norte a su proyecto, ordenando la casa, vigilando pautas gráficas, armonizando el trabajo artesanal de correctores y creando coediciones con sentido según los contenidos.

Algunas universidades mantienen colecciones de gran prestigio. La Colección General Biblioteca Abierta, iniciada por Luis Bernardo López y continuada por Camilo Baquero en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, es impresionante. Lograron afianzar un minucioso trabajo de lectura de manuscritos con la amplitud de los tiempos de las grandes casas editoriales universitarias norteamericanas. Libros bien escritos y de pulcra edición es lo que encontramos en esta serie.

Lo anterior no impide que en estos fondos editoriales aparezcan los libros-puntos. Pero si algo me ha enseñado la edición universitaria, amigo Pablo, es que los libros buenos siempre encuentran a sus lectores. Cuando edité Ordenar para controlar de la historiadora Martha Herrera, vaticiné pocos lectores por lo especializado del tema. El ordenamiento espacial y el control político del siglo XVIII no parecía ser un tema de lectura generalizada. Pues bien, el texto se volvió lentamente uno de los trabajos históricos más importantes del siglo XX por su rigurosidad metodológica. Resultado: cada año hay que reimprimirlo.

Claro, algunos sellos editoriales universitarios decaen. La Universidad del Valle casi se muere a finales de los noventa y con ella peligró la editorial. Hoy, por fortuna, vuelven por sus fueros y sus colecciones son, de nuevo, importantes en producción y presentación. Pablo Arango afirma que para él existe una incompatibilidad entre la calidad y el hecho de que la editorial sea universitaria. ¡Pamplinas! ¡Sal de tu biblioteca! ¡Recorre los fondos!

DOS El público lector sí se interesa en la edición universitaria (pero de la buena, Pablito). El autor de la controversia cita una anécdota banal para explicar la marginalidad de la edición universitaria. Según él unos amigos reúnen 600 títulos para la venta y apenas logran vender 18 ejemplares. Es tonta la anécdota, a menos que los amigos de Arango sean realmente incompetentes. Los libros universitarios se venden. Y las cifras no son millonarias pero son importantes. Un dato: en su conjunto, y según mis estimativos, solo un pull de siete universidades (Nacional, Andes, Javeriana, Rosario, Antioquia, EAFIT y Externado) alcanzaron en los días de feria ventas cercanas al medio millón de dólares, lo cual, en un contexto recesivo como el que vivimos, no es poca cosa. En otras palabras, decenas de libros se venden, y se venden bien. Todo depende del fondo que escojamos. Por supuesto, algo va de las ventas que puedan tener fondos editoriales históricos como el de la Universidad del Valle, con tradición, a lo que recauda el de la Universidad del Magdalena, que apenas está comenzando.

La edición universitaria es una edición de catálogo editorial. No se preocupa por el bestseller, prefiere el longseller. Es notorio que no realiza tirajes elevados y que sus ventas son menores que las de una editorial comercial. Por tanto, es inútil esperar que un libro que estudia el rol del periódico El Tiempo durante el Frente Nacional, escrito por el historiador César Augusto Ayala y editado por la Universidad Nacional, iguale a Héctor Abad y sus cincuenta mil ejemplares de El olvido que seremos. Sin embargo, en un contexto donde muchos de los novelistas colombianos de prestigio publicados por Santillana o Planeta apenas llegan a los 3.000 ejemplares, vender 500 no está tan mal. Es decir, los lectores del libro universitario resultan no poco significativos al compararlos con los bajos índices de ventas de la edición comercial. Claro, no siempre los buenos trabajos son lo que esperamos en términos de ventas. Recuerdo el libro de Mary Roldán A sangre y fuego. La Violencia en Antioquia 1934-1956. Es un trabajo enormemente ambicioso: la autora recorrió durante cinco años cada uno de los municipios antioqueños para seguirle la pista a documentos de archivo que hablaran del desangre entre liberales y conservadores. Producto de sus arduas investigaciones, resultó un libro bien documentado y traducido del inglés impecablemente por Claudia Montilla, decana de Artes y Humanidades de los Andes. Después de ganar varios premios en los Estados Unidos y el premio Alejandro Ángel Escobar en Colombia, supuse que llegaría a los 2.000 ejemplares. Para nada: no vendió ni 700. Y lo realmente triste es que se vendieron menos de 60 libros en Medellín. Yo estaba algo deprimido pero entendí, mucho tiempo después, que el libro había tenido los lectores justos. Con esto quiero decir que tal vez los antioqueños no querían develar ese pasado tan doloroso y que esos 60 lectores eran los mejores lectores que habíamos podido encontrar. En otras palabras, el libro tenía otras rentabilidades, más académicas. El libro universitario aporta reflexiones en el lector y nuevas lecturas sobre la realidad que a veces los libros comerciales son incapaces de producir.

TRES Las universidades editan lo que Planeta jamás editará (ni la Universidad de Caldas, por lo visto). Las universidades tienen una obligación social: publicar la investigación que producen sus núcleos de pensamiento y que editoriales comerciales no editarían. Un libro de la Universidad Nacional como Algo nuevo, algo viejo, algo prestado. Las transformaciones urbanas de Barbacoas entre 1850 y 1930, de Santiago Paredes, sería impensable que fuera aprobado por un comité de selección de una editorial comercial. Y la razón es simple: los historiadores y arquitectos interesados en el desarrollo de un municipio como Barbacoas son pocos. El libro, sin embargo, es muy importante pues no existían documentos históricos sobre esa zona, y los planes de reordenamiento urbano los estaban exigiendo. Esa es la función de la editorial universitaria: iluminar zonas grises del conocimiento, hacer aportes específicos al desarrollo social, económico o científico y hacer progresar un estado del conocimiento general para mejorar nuestra vida.

Por cierto, pocas veces la edición comercial se ha acercado a autores académicos porque saben que se trata de un gremio no muy rentable. Por eso existen las editoriales universitarias. Aunque excepciones recientes confirman la regla, por ejemplo, la Colección Vitral, fundada por María del Rosario Aguilar en Norma, que consolidó un catálogo de primerísima calidad con libros de Pecaut, Posada Carbó, Kalmanovitz o Bejarano, entre otros. Por desgracia, hoy la Colección Vitral se extingue por falta de presupuesto. El Áncora Editores fue un modelo de edición de libros académicos durante los años noventa; su colección Viajeros es uno de los patrimonios editoriales de la nación. Pero El Áncora tampoco sobrevivió y terminó rematando su fondo. Por último, sobrevive La Carreta Editores, que ha intentado desde la independencia producir buenos libros académicos con costos más bajos y mecanismos diversos de distribución alternativa. De resto, muy esporádicamente le interesa a la edición comercial la academia. Pilar Reyes creó, bajo su mandato en Santillana, acercamientos que propiciaron magníficos libros. Pero no fueron más de cinco o seis proyectos, porque eran costosos y no muy exitosos en términos comerciales.

Por lo demás, la responsabilidad es de las universidades. Para atender todas las demandas la edición universitaria maneja pequeños tirajes. Y eso no debe ser una vergüenza, más bien puede ser una medida de la responsabilidad del editor académico. ¿Cuántos ejemplares de libros que no venden recogen las casas editoriales comerciales? Miles. Algunos malos, por fortuna. Lastimosamente, otros muy buenos y poco conocidos. En la actualidad el índice de rotación del mundo editorial es espantoso, como lo ha denunciado varias veces Gabriel Zaid. Y la edición universitaria padece mucho menos este mal porque hoy, después de llenar cientos de bodegas en el siglo pasado, es en su mayoría mesurada. Prueba de ello es que en Colombia, durante los últimos dos años, hemos asistido a un descenso en el tiraje de 500 a 300 ejemplares por título.

CUATRO Las publicaciones editoriales universitarias son jóvenes: ¡dejadlas crecer, amigo Arango! La mayoría de las editoriales universitarias son de creación reciente. Forjar tradición y responsabilidad editorial es apenas algo que está comenzando a gestarse en las directivas universitarias. Va un ejemplo: siempre me pregunté por qué la Jorge Tadeo Lozano, con un gran potencial docente, no había construido una verdadera editorial universitaria. Pues bien, faltó que llegara un intelectual como José Fernando Isaza a la Rectoría para sentar las bases del proyecto editorial que se desarrollará en los próximos años. Muchas otras editoriales aún no han cumplido la década, y están apenas forjando una política editorial definida, manuales de estilo y reglas de juego sobre cómo se publicará. No es fácil, pues editar es hacer política. Y editar bien también es hacer política. Muchas de las editoriales han tenido que combatir, sobre todo en las universidades intermedias y pequeñas, con la idea de que cualquier persona puede editar libros. No es sorprendente que a veces encontremos señoras muy finas y de mediana cultura general en los puestos claves de editor o editora. Esto está cambiando, en parte por los requerimientos que Colciencias exige a los centros universitarios en términos de producción, en parte porque eventos como la Feria del Libro ejercen presión.

CINCO En las universidades también hay bestsellers. Aunque el señor Pablo Arango no lo crea, en las editoriales universitarias se hacen reimpresiones. La tercera edición de Los años del cambio del historiador Germán Mejía Pavony es una muestra del poder y de la influencia de la academia. Un libro solicitado una y otra vez por estudiosos de la configuración urbanística e histórica que debía cumplir un ciclo de 500 ejemplares logró sobrepasar los 3.000 y convertirse en un éxito. Como éste hay decenas de proyectos en las editoriales universitarias que cada semestre se reimprimen. Libros como Remedios para el imperio de Mauricio Nieto, La hybris del punto O de Santiago Castro. Estos bestsellers hacen público el catálogo de las universidades. No siempre es fácil encontrar estos títulos, y no siempre es fácil convencer a los directivos universitarios de que se debe reimprimir. Porque hablamos mucho de la suerte de los libros malos, pero no de la de los buenos. Pongo un ejemplo: a finales de los noventa el Instituto de Cultura Hispánica y la Universidad Javeriana editaron una espléndida colección de documentos originales de archivo curados por un grupo de historiadores internacionales, denominada Cincuenta años de Inquisición en el Tribunal de Cartagena de Indias 1610-1660. Es un libro en dos tomos que se agotó muy rápidamente pese a su precio y su volumen. Por razones de presupuesto no se ha podido reimprimir. Y la demanda continúa. Como éste muchos proyectos tienen más lectores potenciales, y su ciclo no ha terminado. Pero deben ceder el espacio, pues la máquina de nuevos libros no se detiene y los presupuestos no son ilimitados.

SEIS La edición universitaria tiene problemas (¡faltaba más, Pablo. Y te anuncio algunos que no viste!) pero goza de buena salud. Cierto, lo que nos ocupa no es un jardín de rosas. Los editores de las universidades combatimos, a veces sin éxito, asuntos no muy agradables y difíciles de manejar. Quisiera enumerar algunos que son de conocimiento público. El primero es la falta de claridad acerca del papel de los editores en la decisión de publicación. Reconozco que es un asunto grave. Las facultades y departamentos en las universidades no siempre consultan nuestra opinión editorial, que es pertinente puesto que hay textos buenos por su contenido pero que no tienen aún la configuración de libro. Además, en la mayoría de los casos los autores no son buenos lectores de su propio trabajo.

Como lo sugirió una carta publicada por El Malpensante, son muy conocidas las compilaciones de congresos, simposios u onces de académicos donde nadie verdaderamente edita el contenido. Así, algunas veces los editores no son editores académicos sino agrupadores de textos sin criterio editorial ni capacidad de selección. Y por último, los académicos, como lo expuse en el último número de la revista En el Medio, son animales de ego voluble y difícil que no siempre entienden la misión de la editorial. Cuántos editores nos hemos estrellado con eminencias que no creen en la corrección de estilo por filosofía pero que escriben peor que el Topo Gigio.

En términos amplios, los anteriores son problemas con los que lidiamos los editores universitarios todos los días. Hay que agregar al pastel la falta de librerías universitarias en decenas de ciudades colombianas, las fotocopias masivas de los textos, las dificultades para la exportación de libros o la falta de oficinas de prensa, y tendremos a veces jornadas en las cuales queremos hacernos el harakiri. Lamento el cliché, porque los buenos libros y sus fieles lectores nos estimulan a continuar el trabajo. Lo acepto: algunos títulos se publican en Colombia en oscuras dinámicas ya relatadas in extenso por Arango. Pero la edición universitaria hace flotar también cientos de títulos de investigaciones sorprendentes que han tardado años en ver la luz y que cuentan con mecanismos apropiados de publicación. Invito a que revisen los libros de historiadores de este siglo como Renán Silva, Óscar Saldarriaga, César Ayala, María Victoria Uribe, Alfonso Múnera, Diana Bonnett o Jaime Borja, entre otros, y encontrarán tesis fuertes, buena escritura y despliegues metodológicos originales. Está claro que la perversidad de los decretos que estimularon la producción académica afectó una porción de la reputación bibliográfica universitaria. Pero en el mundo de las editoriales universitarias hay decenas de proyectos con una solidez envidiable. Esto es lo mismo que si juzgáramos a Random House Mondadori por publicar a Isabella Santodomingo sabiendo que en su catálogo también encontramos al nobel Coetzee. Adicionalmente, hay otro asunto: el autor que publica por acreditar salario no logra obtener lo más relevante (y que es propio de la vida cultural y social del mundo de las publicaciones): el prestigio, la reputación y, desde luego, la citación. El pésimo autor puede que siga publicando si las condiciones se lo permiten y lo hará a costa del presupuesto de su universidad, pero al igual que las miles de novelas basura de la edición mundial, no obtendrá el respeto de estudiantes y lectores ni la credibilidad de sus pares. El señor Pablo Arango olvida entonces algo capital: los libros académicos ganan lectores por el voz a voz, que es nuestro mecanismo más antiguo e importante de difusión. La buena reputación premia al libro con lectores. El libro de puntos muere en la bodega y es rematado como papel en tiritas. En muchas ocasiones ni siquiera el librero lo conoce.

Desde el otro lado del abismo, Arango debería asomarse y ver las enfermedades que carcomen la edición comercial en Colombia. Si evaluamos sus novedades encontraríamos una clase muy peligrosa de difteria. El afán del bestseller, la ligereza de los contenidos y el narcolibro invadieron nuestros imaginarios y los escaparates de las librerías. No veo a mi filósofo caldense empacándose los libros colombianos que figuran en la lista de los más vendidos según El Tiempo. Ahí sí se moriría de pena moral.

La edición universitaria está enferma, puede ser. Pero no es sífilis lo que la invade; es más bien un grueso resfriado que hay que cuidar y, en lo posible, intentar curar. Al respecto, la edición universitaria norteamericana se convierte en el modelo que podríamos seguir. Es selectiva, juiciosa y bella. Su lección más importante es que dada su madurez pudo romper con su endogamia. Hoy, un profesor de la Universidad de Harvard puede publicar en Duke Press, y un excelente trabajo financiado por la Universidad de Duke puede ser publicado en cualquiera de las colecciones de Stanford Press. Ese es el paraíso. Abrir el diálogo, publicar lo mejor, encargar traducciones, seleccionar los autores por la calidad de sus trabajos como cualquier gran editorial. Hay señales de que este escenario se está preparando en Colombia. La Universidad de Antioquia lo inauguró hace décadas con la edición de muchos colombianistas que no lograban encontrar editor en español. Por otro lado, los textos de autoras como Nancy Appelbaum, Margarita Restrepo o Joan Rappaport, publicados recientemente por la Universidad del Rosario, son un intento valiente por salir del pequeño barrio de autores rosaristas del Eje Ambiental. La Universidad Javeriana lanzó en la Feria del Libro una colección llamada Opera Eximia, en la que no se requiere el carné javeriano para poder publicar. La inauguró Alberto Saldarriaga Roa con una impresionante historia de la vivienda en Colombia. Y lo sigue un colombianista de la talla de Francisco Villena.

En algo sí coincido con Arango: tener en un libro el logo de un sello universitario no garantiza nada. Pero tampoco podemos estigmatizar la edición académica con la idea de que la universidad es sinónimo de mediocridad. Se nos olvida que cientos de manuscritos también son rechazados por la universidad, la mayoría de las veces por su pésima calidad o escritura. De acuerdo, algunos terminan en oscuros talleres litográficos para que sus profesores cobren sus rentas, como lo explicita Arango. Pero eso es un problema de ciertos académicos y no de las universidades. Y no demerita una centena de proyectos interesantes. Punto. No estamos diciendo nada más, amigos.

Pablo Arango encuentra que los métodos burocráticos de la Universidad de Caldas son universales. Como si él fuera Jim Carrey en la famosa película The Truman Show, donde el personaje principal proyecta su mundo en su pecera. Diríamos que nuestro Jim Arango cree, para mal, que su experiencia es la experiencia. Y que la edición universitaria se resume en las horripilantes prácticas de una universidad estatal de tamaño medio enclavada en la zona cafetera. Pues bien, siento decepcionarlo. Si viajara por carretera o en avión y saliera de su ciudad vería nuevos paisajes (aunque bastaría con entrar a una biblioteca). Con toda seguridad algunos de estos escenarios le gustarán y otros no tanto. Es obvio. El paisaje es desigual, como la vida misma. Pero ventilarse le permitirá convertirse en un observador más mesurado, menos fanático, más justo. Y no un profesor amargado que desea hundir toda el Arca de Noé y sus animalitos porque en el pasado fue picado por un par de avispas.

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